jueves, 13 de noviembre de 2014

ESCRITO INVITADO: "MELANIE" Relato del Dr. Antonio Zaglul Elmúdesi

-ESCRITOS INVITADOS: con esta etiqueta incluyo textos de otros cuyas ideas, o simplemente su forma, comparto o creo interesantes, y aunque en algunos casos no esté totalmente de acuerdo en todo su contenido, sí considero procedente y adecuado incluirlos en mi blog.- En este caso le toca el turno al relato MELANIE del Dr. Antonio Zaglul Elmúdesi.

(El  Dr. Antonio Zaglul forma parte de una generación de dominicanos descendientes de libaneses que contribuyó incalculablemente al desarrollo científico y cultural de la República Dominicana. Más datos en mi trabajo "Aportes de la diáspora árabe en República Dominicana" de este blog. Reproduzco este relato vivencial por la carga tan humana que contiene. Muy adecuado para estos momentos que vive la República Dominicana con sentencias, actitudes y propaganda racistas contra dominicanos descendientes de haitianos. La narración es un ejemplo de cómo una familia de inmigrantes mantiene un proceder adecuado de comprensión e integración hacia un miembro de otra inmigración, la angloantillana, o "cocola" como le llamaron los dominicanos. ¡Qué sirva de ejemplo!).

Para mi hija Clara Melanie, en su quinto cumpleaños.


El puerto de San Pedro de Macorís parecía un hormiguero.Un pequeño remolcador arrastraba una hermosa goleta hacia la boca del río y una desflecada bandera dominicana ondeaba en la punta del palo mayor. Un mar de pañuelos blancos competía con el espejo negruzco del ancho río Higuamo.


Dr. Antonio Zaglul Elmúdesi.
Psiquiatra, escritor y diplomático
La goleta marchaba rumbo a las islas de Sotavento y Barlovento, llevando frutos menores para las hambreadas islas y, como pasajeros, algún que otro macorisano que iba en busca de mejor vida a Curazao o a Venezuela. El gran pasaje femenino lo constituían prostitutas que iban a ejercer su oficio en algunas islas donde la carestía de mujeres es notable.

Cada vez que marchaba una goleta, San Pedro de Macorís sonreía con picardía y los pueblerinos asistían en gran número a presenciar la partida. Los trabajadores de los muelles dejaban su trabajo para presenciar el espectáculo. No había llantos de despedidas, pero sí muchas risas, bromas y chistes obscenos.

El regreso no era igual: las bodegas que salieron repletas de alimentos, venían llenas de negros barloventinos que buscaban en nuestro país su tierra de promisión. En condiciones infrahumanas, muertos de hambre y de sed, pasaban varias semanas de viaje bajo el tórrido calor del Trópico. Ninguno sonreía a su llegada. Sudorosos, malolientes, perfumados a sal del mar Caribe mezclada con las sudoraciones de sus propios cuerpos, Macorís los llama, despectivamente, cocolos.

Ellos hicieron un barrio al lado del de las prostitutas; se llama Pueblo Nuevo, y allí permanecen como un grupo aislado y despreciado. Van al corte de la caña en los ingenios azucareros vecinos a la ciudad, y otros permanecen en ella haciendo los trabajos de más bajo nivel.

Melanie nació en San Marteen (Martín), una curiosa y pequeña isla, mitad francesa y mitad holandesa, y solamente sabía hablar y escribir el inglés. Tenía quince años cuando vino a San Pedro de Macorís, conjuntamente con un hermano que fue a trabajar al Ingenio Consuelo, y que en un accidente después había muerto. Cuando llegó a mi casa a solicitar trabajo, estaba embarazada. Yo no había nacido.

Mi madre también estaba encinta y atravesaba una terrible crisis nerviosa. El primer Antonio Zaglul había sido vilmente asesinado por un policía borracho, a los diez años de edad.
Melanie entró a formar parte de la familia. La cocolita que no sabía una palabra de español, era el consuelo de mi madre.

Luego nació mi hermano Manuel, que es el octavo; nació también Leonardo, el hijo de Melanie. Los dos, por igual, se integraron a la familia.

Con los años nacieron más Zaglul Elmúdesi. Mi madre, profundamente religiosa, aceptaba los hijos como una bendición de Dios, y Melanie se multiplicaba en su trabajo. Un corazón de oro y unas manos durísimas. Cuando nos salíamos de órbita, nuestras asentaderas tomaban un color rojo tomate. Cuando se le agotaban los recursos persuasivos, ella utilizaba sus duras manos para ponernos en orden.

Teníamos un problema: ¿Cómo llamarla? Melanie era un nombre que se quebraba por lo seco. Ya era algo más que una niñera. Primero, y a petición de ella, le decíamos Mamie, Mother y muchos nombres más.

Mamie se convirtió en la amansadora de los niños traviesos del barrio. Sus cuentos interminables de sirenas y monstruos marinos, de guerras imaginarias, nos producían espanto, luego, sopor, y, después, sueño. Primero llevaba a acostar a los niños del vecindario, y luego a nosotros. Cuando sentíamos miedo, quedaba a nuestro lado, y en su averiado español seguía su interminable historia, hasta que al fin el sueño nos vencía.

Al despertar, veíamos su rostro fresco, dispuesto a aceptar los trajines del día y nuestras travesuras. Los sábados y domingos nos llevaba al Pueblo Nuevo. Era feliz con la gente de su raza, lengua y costumbres, y yo también era feliz, y Mamie, sin saberlo, me dio una gran lección: todos los hijos de Dios son iguales.

La moral religiosa de Melanie era tan rígida como la de un cuáquero. Pertenecía a una religión derivada de la anglicana.Todos los domingos iba a su chorcha (Church). Para no tener problemas con mi madre, se convirtió al catolicismo, y alegaba en su simple lenguaje que ambas “amaban al mismo Dios”.

Mamie, en muy pocas ocasiones, perdía su ecuanimidad y, ya hace muchos años, en las temporadas de los Guloyas (Goliath), bailaba su ritmo africano y nos enseñó a bailarlo.

La crisis económica del año 1929 trajo la ruina de mi padre, y Melanie se negó a aceptar su salario. Definitivamente se convirtió en parte de la familia. Sus hijos postizos (como ella nos llama), comienzan a casarse, y con el mismo cariño de siempre cuida de sus nietos.

Desde niño le prometí que cuando me casara y tuviera una hija le pondría su nombre. Ella sonreía cuando se lo decía. Cuando, al fin casé y nació mi primogénita en plena guerra civil del año 1965. En la parroquia de San Antonio, Mamie lloraba cuando oyó al sacerdote llamar por el nombre de Clara Melanie (los nombres de las dos abuelas), a mi hija.

Ha pasado mucho más de medio siglo desde la primera vez que puso sus plantas en mi hogar una graciosa cocolita. Hoy, ya muy entrada en años en la vieja casona de la familia, ubicada en la calle José Reyes, se desenvuelve en su ancianidad con la dignidad de siempre, esta mujer que me enseñó que la bondad no es exclusiva de una sola raza.

Para Mamie Melanie, una hermosa rosa roja en el Día de las Madres.


(ANTONIO ZAGLUL. OBRAS SELECTAS. TOMO I. Archivo General de la Nación. 2011. Pags. 171/172)



No hay comentarios:

Publicar un comentario